1 mar 2016

Sin diagnóstico




Corre la voz, en algunos medios de comunicación, de la existencia de miles de personas sin diagnóstico psiquiátrico. Lo que no aclara la noticia es si hay que lamentarlo o celebrarlo. Para unos, es un defecto que debe de ser cuanto antes subsanado. Para otros, al contrario, ese aparente descuido o retraso lo consideran un progreso en la asistencia y el conocimiento de los problemas mentales. Hasta este punto divergen las opiniones propias de nuestra disciplina, tan lejanas unas de otras como lo están, sin ir más lejos, en el campo de la economía, la política o la metodología de la historia. Todas ellas ciencias humanas y hermanas. Más próximas al saber psiquiátrico que cualquiera de las llamadas ciencias exactas.
El diagnóstico no beneficia a nadie. O sólo a unos pocos, por no extralimitarme. Esto conviene saberlo. No beneficia ni a los diagnosticados ni a los diagnosticadores. El afán de diagnosticar enfermedades psíquicas no es un propósito que mejore la salud de la población, prevenga los sufrimientos humanos o mejore la higiene mental. Nada de eso. O así me lo parece ahora, en el momento de escribir esta crónica manicomial tan escueta y comprometida. Y no creo que vaya a cambiar de opinión a corto plazo, ni tras recibir las críticas merecidas por sostener esta afirmación intempestiva, al alcance, eso sí, de cualquier hombre sensato.
La condición de no-diagnosticado es un derecho democrático que empieza a convertirse en el simple privilegio de haber pasado desapercibido, es decir, indetectable ante la leva de enfermos mentales puesta en marcha por las fuerzas terapéuticas de la sociedad. Los enfermos son reclutados no para llevarles a ninguna guerra, sino movilizados por la Sanidad para registrarlos y proveerlos de una identidad suplementaria: bipolar, psicótico, esquizoide, trastorno de personalidad, etc.
En una disciplina como la nuestra, donde a cualquier profesional al que se le pregunta qué es la esquizofrenia lo primero que hace es empezar a balbucear, lo más sensato es evitar el diagnóstico como sea y limitarnos a llamar a la gente por su nombre, identificar su sufrimiento hasta donde podamos y tratar de prestarle los apoyos que nos parezcan más necesarios. Liberar a los seres humanos de la reclusión estigmatizadora del diagnóstico es hoy tan importante como lo fue hace cuatro décadas librarlos del encierro del manicomio. Las célebres cadenas de las que rescató Pinel –padre de la psiquiatría– a los locos, en un gesto inaugural, hoy son eslabones simbólicos, esto es, nombres, discursos, apellidos, signos, teorías y tropos.
El diagnóstico es innecesario y contraproducente. La campaña de fichar y diagnosticar, como la de poner motes, es una de esas políticas del miedo a las que nos están acostumbrando. Junto al terrorismo de las finanzas, hay otro terrorismo nominal que ha prendido en nuestras filas bajo el lema de que todos los diagnósticos son pocos.

Fernando Colina
Crónica del manicomio
Diario El Norte de Castilla
Sábado, 27 de Febrero de 2016